La sombra tupida de lo verde está proscrita,
condenada al ostracismo de lo que estrangula
en tiempos de cambio climático, calores que hacen caer las carnes
y fenómenos meteorológicos extremos que nuestro capitalismo neoliberal
azota y estimula con su fusta de supuesto progreso y profunda decadencia.
Se encuentra perseguida por lo rectilíneo y hermético de nuestra inmediatez,
de esos cambios sucesivos que se relevan, sin apenas un suspiro de tiempo
que les permita echar raíces; como las pequeñas partículas oscuras
de un río de pólvora que no cesa de consumirse hasta que revienta
la fuente de las que emana.
Esa corriente candente que ahoga a todo lo espontáneo, a todo lo que alberga la vida.
Todo esa biodiversidad detallista,
que otorga espíritu a lo que no deja pasar el sol,
a este tráfico rodado que esclaviza, a esas prisas incesantes.
Esa mirada perdida que invita a la pausa,
al reposo y al sosiego, injustamente ignorada,
cuando las hojas parpadean y muestran su sombra que relaja.
Apaciguadora de retinas y emociones, en continuo crecimiento
que alarga la vida porque estimula los ánimos.
Todo lo que no está planificado y bajo un supuesto control sobra,
se considera suciedad y desorden público
cuando lo único que pretende es darnos la mano
y vestirnos de equilibrio.
Por ello a la tierra, donde crecen las raíces de lo que cohesiona,
del sentimiento colectivo,
de lo que une a la comunidad,
de lo que sale adelante y vence porque forma sólida urdimbre,
se le pone una camisa de fuerza con pesadas losas de pavimento,
abnegada barrera que pretende allanar el camino
y sin embargo lo llena de trampas de muerte lenta.
No menos oneroso resulta el viscoso pavimento,
tan denso como un abismo infinito
y tan mugriento que ni el polvo puede allí guarecerse.
A la tierra se la oprime porque es un obstáculo para el vehículo,
porque charcos y barros es algo demasiado complicado y hermoso
para lo que contamina nuestro aliento y oído.
Hay que ponérselo todo fácil a esta civilización
que no piensa ni a empujones.
Que necesita que se lo den todo masticado en la boca
porque hace tiempo que dejó de utilizar los dientes;
porque sus meninges se han acomodado pomposamente
y apenas se levantan de la cama para bostezar o para dar un paseo a la nevera.
Privamos de sombra verde a la calle
y gastamos enormes cantidades de energía
en refrescar nuestra alma en casa.
Huimos de nuestra propia opresión para oprimirnos aún más
en lo más profundo de nuestros hogares.
Para entrar en crisis con la gran mentira de las tecnologías,
que facilita el camino, sí, pero nos hace más vulnerables.
Convertidos en títeres, privados de un equilibrio del cual huimos
porque nos resulta extraño, acostumbrados al estrés
de la marabunta que todo lo carcome.
Ese equilibrio en la ciudad siempre deseado cuando nos fugamos
a ese medio rural tan maltrecho e injustamente vilipendiado,
buscando una ventana a la frondosidad de lo que inspira y enaltece;
donde brilla lo que queda de nuestras raíces
en el vuelo de los vencejos, en los zaguanes acogedores,
en las casas que ahora sí hospedan lo espontáneo de la vida
porque de vida humana se las ha privado.
Se la ha echado de su esencia para ponerla un yugo
de aparente pero esclavizadora libertad
y hacerla más dependiente.
Nuestro espíritu se ensombrece con estos tórridos veranos,
mientras los árboles tullidos apenas parecen plumeros deshilachados
porque de sus vigorosas ramas se les ha privado.
Quizás para que no le falte trabajo al que cuida de lo que nos cuida
o para que se vea el desierto de la calle,
lo que parece el deseo de no pocos
que prefieren el impoluto reino de la nada
al aparente caos comunitario de lo que bulle y da armonía.
Estos silenciosos centinelas que apenas ya
pueden entablar sonoro diálogo con el viento
porque sus instrumentos ya no tienen cuerda ni timbre.
Todos como clones, iguales todos ellos,
en no muchos años cuando vuelvan a tener esos bemoles afinados
volverán a la peluquería de lo artero
que eterniza a los enfermos y debilita y languidece a lo pletórico y diverso.
Y así de desalmada se queda la calle,
ya que para muchos caminar por esos caminos prefijados es un suplicio
cuando las frondosas copas no se abrazan con el sol.
En algunos parques y zonas ajardinadas
los andares consiguen, momentáneamente,
apaciguarse de ánimo.
Pero estos reductos apenas pueden intercambiar entre ellos
bocanadas de sabiduría y apoyo mutuo
porque el calor y la luz cegadora enmudecen a los mensajeros,
y hacen de la ciudad un horno privador de bondades
mientras el asfalto humea y el cristal y el metal imploran no fundirse.
Porque verde hay lo justo; y muchas veces ni eso.
Porque donde hay tierra desnuda es mejor que no haya nada
antes que briznas de hierba que den musicales pinceladas al aire.
Solamente se tolera la música de lo sórdido en lo abigarrado de la ciudad.
La limpieza y la vida no van de la mano en esta dictadura de unos pocos.
Aisladas y cercenadas de crecimiento y ramas,
las plantas se debilitan cuando el impetuoso deseo de control
pretende dominar lo que nunca deja de crecer y palpitar;
y mueren, de forma paulatina y triste
o con la guillotina de un viento huracanado
que hace mella en su decrepitud precipitada.
Y es entonces cuando el alcorque que queda,
con un tocón que empalidece con el devenir de los años,
bulle con la vida que pretendía encadenar
y que, a pesar de todo, no puede contener.
Hongos, insectos y chupones vuelven a crear hogar y comunidad
en los restos del gigante decapitado.
Porque el caos armonioso e incesante de la vida
sale victorioso tarde o temprano,
siempre con las raíces dispuestas a abrazarnos.
Alfonso González Solares. Área de Medioambiente de la Asociación Sentido Social.
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